Iniciaba el mes de agosto en el 2004 y más de uno madrugó para tomar el carrulim, la típica bebida que los paraguayos consumen a primera hora del día 1 del octavo mes del año, para ahuyentar la yeta. Ese 1 de agosto era soleado y pintaba que sería un domingo relativamente tranquilo, pese a que iban aumentando los casos de influenza A (H1N1). Los hospitales estaban sobrecargados por las consultas por casos de infecciones respiratorias aguadas y las camas de terapia, que siempre fueron escasas, estaban todas ocupadas.
Ese domingo muchos padres aprovecharían para llevar a sus hijos al hospital para una consulta porque presentaban cuadros de tos, mientras que aquellas familias que no tenían urgencia, porque la salud no estaba quebrantada, se disponían a disfrutar de un domingo en familia. Ese era el caso del psicólogo clínico Gustavo Sosa, quien era vecino del barrio Trinidad “Yo nací y crecí en Trinidad. Soy del Barrio Fátima. Luego de casarme me fui a Loma Pyta”, dijo a La Nación/Nación Media.
El licenciado Sosa acostumbraba visitar el Supermercado Ycuá Bolaños Botánico los domingos al mediodía para comprar el almuerzo familiar. Otras familias se preparaban para el tradicional asado o la pasta dominguera e iban cerca de la media mañana a realizar sus compras. Sin dudas, los domingos el supermercado siempre estaba lleno.
Una explosión y se desató el infierno
Así se perfilaba ese 1 de agosto del 2004. Pero todo cambió cuando a las 11:20 sonaron las alarmas del infierno y las puertas se cerraron. Las personas no podían salir sin antes pagar. Eso dijeron los sobrevivientes. Al sonido de las alarmas se vino una gran exposición y se desató el infierno.
A partir de ese preciso momento todo cambió en el populoso barrio Trinidad. Las nubes negras rápidamente cubrieron el cielo y los gritos desesperados, mezclados con las sirenas de las ambulancias, los bomberos y la Policía ensordecieron la capital del Paraguay. El caos se había desatado. El eco de las sirenas llegó a todos los puntos del país, que vivía de este modo una de las tragedias más grandes en tiempos de paz. Se estima que cerca de 400 personas murieron entre el humo y las llamas.
En el Barrio Trinidad prácticamente no había una sola cuadra que no tuviera una familia afectada por el incendio. En algunas casas las pantallas de TV quedaron prendidas esperando en vano la vuelta de los miembros de esa familia. Gustavo Sosa supo luego que personas conocidas estaban entre las víctimas. “En la cuadra paralela a mi casa fallecieron amigos, sobrinas, primas, amigos de infancia. En casa cada había un velorio”, dijo con tristeza.
Para el bombero voluntario Roberto Ríos fue una experiencia que marcó su vida. “Ese servicio marcó mi vida. Nunca antes había visto tantos cadáveres juntos. Fue algo realmente fuerte”, dijo el voluntario que prestaba servicios en la 5ta Compañía del Cuerpo de Bomberos Voluntarios. Aseguró que cuando sonó la alarma de un incendio grande en un supermercado, no pensó que sería de tal magnitud.
“Nos encontramos con algo dantesco. No sabíamos bien por donde comenzar. Había personas atrapadas, personas ya fallecidas, el fuego parecía un monstruo que no cedía aunque un montón de gente estaba trabajando allí”, rememoró. Algunos sobrevivientes comentaron que lograron salvarse porque entraron en los congeladores, otros en los baños, donde permanecieron hasta ser rescatados por los bomberos, que abrieron un boquete en uno de los laterales para rescatar a las personas.
Hospitales sobrepasados
Entre los primeros en recibir a los heridos estuvo el Sanatorio Santa Bárbara, que justamente está situado a pocas cuadras del lugar del siniestro, luego el IPS, el Materno Infantil de Trinidad, el Hospital de Clínicas y otros más. La cantidad de personas heridas era cada vez más y aumentaba en cuestión de minutos, en la medida en que los bomberos rescataban a los que estaban atrapados en el interior del supermercado.
Sabrina Vera, enfermera del Hospital Central del Instituto de Previsión Social en ese entonces, recordó que si bien el hospital estaba con muchos pacientes por cuadros respiratorios, pronto el servicio de urgencias se llenó de personas afectadas por el incendio. Si bien en principio llegaron los primeros pacientes, pronto las sirenas de las ambulancias serían un quebranto cuando ya no había lugar para ubicar a los heridos.
“Llegaron personas con todo tipo de quemaduras. Algunas parecían estar bien, pero tenían quemaduras internas causadas por el humo. Otras personas tenían incluso el hollín en sus ropas y sus cuerpos. Los asistimos como pudimos, pero pronto nos vimos sobrepasados. Pero teníamos que mantener la calma porque los heridos no paraban de llegar y teníamos que comenzar a derivar a otros centros”, comentó la enfermera, cuya guardia debía terminar a las 18:00, pero que se extendió hasta el día siguiente.
Pronto se supo la magnitud de la tragedia y cuando los hospitales públicos y la previsional ya no tenían lugar para recibir a los heridos, los sanatorios privados abrieron sus puertas para ofrecer asistencia y contención a las víctimas. Algunos incluso fueron derivados al Hospital de Clínicas, en San Lorenzo.
Las listas
En la medida en que las personas eran derivadas a los centros asistenciales e ingresaban en las urgencias se iban anotando los nombres de quienes podían dar sus datos o tenían algún documento consigo. Esto ayudó a realizar una “lista” de las personas que iban ingresando a los servicios de urgencias.
La licenciada Sabrina Vera recordó que lo más triste era cuando venían los parientes y rogaban que sus familiares estén en la lista de internados que se actualizaba y se leía a viva voz cada una hora. Además del IPS, listas similares tenían en todos los centros asistenciales donde se recibió a los heridos.
Por la noche, mucha gente comenzó el peregrinar de hospital en hospital para averiguar por su ser querido. Primero en el IPS, luego en Trinidad, en Clínicas y en los sanatorios privados. Con el paso de las horas se habilitaron dos listas: de internados y fallecidos. Esta segunda lista sirvió para que muchas familias puedan cerrar, con dolor, el ciclo de búsqueda, velando y dando cristiana sepultura al ser querido. Muchos no pudieron hacerlo porque hasta hoy hay desaparecidos, cuerpos que no fueron encontrados.
Tras determinar la magnitud del incendio y luego de conocerse que las cifras de fallecidos aumentaban constantemente, los dueños del local nocturno Tropi Club ofrecieron el espacio que disponían para poder colocar allí los cadáveres. Los cuerpos no paraban de llegar y cuando este lugar también ya se vio abarrotado, fueron llevados a la Caballería.
“Nada volvió a ser igual”
“Esto fue una catástrofe. Esto es algo que cambió para siempre la sonrisa del trinidense, cambió el ser del trinidense. Ya nada es igual. Pero hay que vivir con ello”, dijo Gustavo Sosa, el psicólogo a quien le tocó vivir esta experiencia no solo como trinidense, sino además como profesional.
Recordó que muchas veces, al momento de ofrecer ayuda, más que nada era estar con la persona que que en ese indtante lo perdió todo. “No había palabras que se puedan decir. Era acompañar en el silencio. Era simplemente estar con ellos. Era respetar y aceptar el dolor del otro”, recordó.
Muchas familias esperaron hasta lo último para ir al Tripi Club o a la Caballería, pues siempre tenían la esperanza de encontrar a su ser querido con vida. Restos de prendas de vestir, zapatos, accesorios, eran los elementos que podían ayudar a identificar esos cadáveres. Con el paso de los días se recurrió a las fichas odontológicas, debido a que los cadáveres quedaron irreconocibles.
Muchas familias quedaron desmembradas, otras prácticamente desaparecieron con esta tragedia causada por la avaricia. Padres que perdieron a sus hijos, hijos que quedaron huérfanos, hermanos que se quedaron solos… prácticamente cada familia de Trinidad tenía su propia historia, una que no debe olvidarse para que se vuelva a repetir.
// Fuente: LA NACIÓN
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